Si existen dos polos que se atraen y repelen de forma ininterrumpida, podemos pensar en un vacío llenado por dos esferas difuminadas.
Por otro lado. hay que tratar de generar esta imagen de la siguiente manera: Dos óvalos levemente separados, estirados hacia el otro buscando invadirse por superposición, de forma graciosa.
Soy uno, sin embargo, distinto al otro.
Me refiero a la superficie y el carácter, donde ambos buscan del otro para sostenerse sin ser superfluos ni rígidos. En cuanto hay superficies, hay deseos de caracterización, incisiones individuales donde nos adentramos, en una suave picada, al contenido interno de esas superficies mismas.
Como si mirando durante más tiempo tuviéramos el poder de atravesar las cosas hasta hacerlas crecer en lo cotidiano.
Cuando me pregunto cuál es la relevancia de dotar de características a un objeto, me veo inserta en la necesidad misma de un ser vivo, solo por serlo, de ser individual tanto como ser uno más. Es ser y hacerse parte de un colectivo sin el riesgo de perderse a sí mismo en una aglomeración, invadiendo lo que está alrededor para disfrazarlo y nombrarlo suyo, creando espacios personales con la capacidad de crecer hasta llamarse nación o, por lo menos, tener un nombre propio.
Un color cuncunea por el espacio gris.
Algo en la planta de los pies repite «esto es otro día» y eso cotidiano inunda hasta las orejas. Un espacio se ha convenido en extensión de yo mismo y de forma amable me hace pertenecer hasta hacerse uno o conmigo. La separación habitual es irrelevante: El lugar se alimenta de mi tiempo, pero yo también me alimento de ese espacio, crezco a las anchas de sus límites y me inserto, perteneciente.
Es encajar repetitivamente en un espacio para corresponderle, gentilmente.
Por Fernanda Ureta